Uber: es el usuario, estúpido

Columnistas

Columna de Juan A. Galti sobre la bizantina discusión sobre Uber y el transporte de conductores particulares en Bariloche. En particular en el Concejo, que debate un proyecto para su regulación.

Reunión de Concejo y debate de Uber
Bariloche2000

Juan A. Galti (*)

Un textual del analista político Armando Ribas dice: “En la Revolución francesa, cuando subía el precio del pan le cortaban la cabeza a los panaderos; y mientras más cabezas de panaderos cortaban, más subía el precio del pan.” ¿Qué tiene que ver esto con Uber? Todo.

A partir de una serie de encuestas televisivas que seguí atentamente, la semana pasada cerca del 80% de la gente que participó en las mismas dijo elegir Uber frente a taxis y remises. Más aún, durante breves encuentros en la calle, cuando el periodista indagaba el motivo, la respuesta por parte de los transeúntes fue unánime: porque es más barato. Sin embargo, cuando se preguntó sobre si lo correcto sería regular Uber o desregular a taxis y remises, más de un 80% optó por la idea de la regulación. Quedé estupefacto.

¿Qué lleva a una persona que elige un medio de transporte por ser más barato, a pedir que el Estado le imponga a éste las mismas cargas que hacen que el medio alternativo -y no elegido- sea más caro?

Volvamos al principio: existe una relación de causalidad entre lo que hacemos y lo que nos pasa. Lamentablemente, hay hilvanar una cadena de razonamientos intermedios con supuestos no siempre visibles. Desandemos el proceso.
Cuando el Estado regula a los taxis y remises ocurre lo siguiente.

En primer lugar, el Estado se asume dueño del servicio transporte: por eso lo regula. Que esto surja de una ley o una ordenanza, es intrascendente. Segundo, el Estado define qué transporte debe haber: esto implica que asume que puede conocer las necesidades del usuario y cómo satisfacerlas. Tercero, el Estado define las condiciones del transporte: lo cual implica decidir las características del vehículo a utilizar, qué seguros debe tener para “cuidar” a quienes el Estado considera que hay que cuidar y fundamentalmente qué precio cobrar. Esto último es fantástico: el gobierno establece cuánto vale una necesidad.

En resumen: el Estado, como dueño, vende una licencia o habilitación para que quien conduce un determinado tipo de automóvil pueda trasladar a una persona de un lugar a otro, y le dice qué precio debe cobrar por eso. Un perfecto orden planificado.

Pero hay un problema: el usuario quiere otra cosa y paga por eso. Quien necesita transportarse quiere poder elegir un auto que lo busque en un determinado punto, a una determinada hora, que le pueda pagar de una determinada manera, que se lo pueda trackear, calificar y que además, sea barato.

Vamos con algunos ejemplos: Joao, un turista brasilero quiere que un auto conducido por Pablo, que tiene 4.8 estrellas, que habla portugués, lo busque en el Aeropuerto a las 4 de la mañana y pagarle en bitcoins. O don Oscar, que vive solo en el barrio Arrayanes y tiene 90 años, quiere que un auto lo busque a las 9 de la mañana para ir a hacer un trámite al centro o simplemente ir al supermercado. Podríamos pensar también, en Ana maría, madre de una adolescente de 17 años que quiere que un auto conducido por una mujer busque a su hija en una fiesta en el centro un sábado a las 3:30 de la mañana para que la lleve de regreso a su casa en el km. 20, pagándole directamente con una tarjeta de crédito o una aplicación QR.

Ahora bien…. resulta que hay otro problema: quienes están autorizados a prestar ese servicio por parte de papá Estado protector, no lo hacen.

Me pregunto entonces: ¿Cuál es el fenómeno que opera para que un gobierno prohíba a la gente elegir cómo quiere transportarse? ¿Qué lleva a un funcionario público a no dejar que alguien que quiere contratar un servicio y alguien que quiere prestarlo se pongan de acuerdo libremente en los términos del mismo? ¿Cuál es el motivo que lleva a quien no presta un servicio a pedir que otro no pueda prestarlo y perjudicar al usuario? ¿Qué proceso mental interviene en un funcionario público que lo lleva a decidir cuánto tiene que valer un transporte sin considerar lo que el usuario está dispuesto a pagar y el prestador está dispuesto a cobrar en cada situación específica? ¿Qué le pasa por la cabeza a los políticos que creen saber mejor que Joao, Oscar y Ana María lo que ellos necesitan, cómo lo necesitan y cuándo lo necesitan?

Señores: el soberano no es el Estado, es el usuario. Y el usuario elige. Elige sin que le importe el seguro por pasajero transportado, el modelo del vehículo, si está autorizado o no, si tiene la RTO o no… y podría seguir. Elige por precio. Elige por disponibilidad. Elige por servicio. Elige por reputación. Y nada, absolutamente nada de esto es lo que se está discutiendo en el Concejo Municipal. ¿Cómo es que nadie en la política es capaz de leer esto?

Durante años -tal vez décadas- se ha predicado que el Estado debe regular y debe cuidar. Son esas regulaciones las que generan monopolios, privilegios y entorpecen las prestaciones ágiles, eficientes y baratas de los servicios. La regulación de Uber sólo logrará que el servicio sea más caro y difícil de prestar. Es, precisamente el camino inverso el que se debe recorrer: el camino que el usuario ya eligió.

Esto es muy pero muy sencillo: hay alguien que demanda un servicio y alguien que lo presta. Las aplicaciones conectan a ambas puntas. Y lo que ocurre en la prestación de ese servicio no es, ni debe ser asunto del Estado. Son los compradores y vendedores los que deben acordar libremente los términos y alcance de su intercambio. Las regulaciones del Estado sólo introducen fricciones que incrementan los costos que siempre e inexorablemente los paga el consumidor.

Para ponerlo en otros términos: si la habitación está sucia, no vuelvo; si la comida es mala, voy a otro restaurant; si el guía me trató mal, contrato otra excursión; si el chofer conduce mal o es rudo, lo califico con una estrella; si el alojamiento no era lo que prometía, lo comento en la aplicación de viajes. Con el tiempo, el mal prestador quedará fuera y el bueno tendrá mejor trabajo. Esto es el mercado.

Es hora de que los funcionarios públicos entiendan que no tienen nada que hacer en las relaciones entre privados. Reitero: nada. Es hora de que los usuarios entiendan que cuantas más regulaciones existan más caros y escasos serán los bienes y servicios.

Lo que se juega con las aplicaciones es muchísimo más de lo que parece. Se juega un modelo mental y una forma de vivir. El mercado se trata de poder elegir. Y en las aplicaciones, el usuario, ya eligió.

Las ideas, importan.

Juan A. Galti - Contacto: juan.a.galti@gmail.com

22 septiembre, 2024
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