Por Pedro Pesatti, vicegobernador de Río Negro
En esta época de flujos interminables de información, donde la interacción ha sido convertida en un diluvio de palabras para ahogar al otro, la violencia verbal se constituye como una de las plagas más inquietantes que debe afrontar nuestro tiempo.
La palabra es, en este mundo, el instrumento más cercano, económico y letal para el daño y el agravio. Desde un celular y anónimamente, se destila la violencia que muchas personas no se animarían a proferir a otras, cara a cara, en el mundo concreto.
Desde aquella frase acuñada por Marshall McLuhan, que aseguraba que el medio y el mensaje debían entenderse como una totalidad indisociable, hemos comprendido que la frontera entre forma y contenido es opaca y borrosa.
Las nuevas derechas han descubierto que -precisamente-, en las formas violentas, y sólo en las formas, está la clave de lo que comunican y la efectividad de sus mensajes. Es la verborragia que daña y hostiga la que sacude nuestra atención y al mismo tiempo performa nuestro pensamiento.
Sería ingenuo y sumamente peligroso intentar disociar el contenido de la forma. Así como el packaging nos estimula antes de que empecemos a consumir su contenido, las formas de los mensajes comunican antes de que nuestra razón intente siquiera comprender el verbo.
En un mundo en que la tecnología ha hecho de la comunicación un artefacto de inmediatez y superficialidad, este fenómeno configura un panorama que va más allá de lo meramente anecdótico. Es un virus que no sólo contamina el discurso público, sino que, más grave aún, erosiona los cimientos de nuestra convivencia social y deja, a su paso, un rastro de heridas en la psicología colectiva.
La violencia verbal, cada expresión degradante que se manifiesta en insultos y descalificaciones, convierte el noble acto del intercambio de palabras en una guerra de trincheras donde la razón es sacrificada en el altar de la aniquilación del contrario. Las palabras, aquellas que deberían ser el vehículo del entendimiento y el refugio donde hallamos la posibilidad del encuentro entre distintas visiones, son lanzadas como balas de un fusil. Mucho antes, en el pretérito más lejano, existe esta sentencia: "La muerte y la vida están en poder de la lengua" (Proverbios 18:21). ¿Qué poder puede tener este lenguaje de hoy, empobrecido, chabacano y cruel, este discurso que se niega a escuchar y a comprender? El futuro de una sociedad que se rinde ante la tentación de descalificar todo el tiempo a todos se vuelve por demás sombrío. Nublado por un horizonte donde la empatía es un espejismo lejano, la destrucción de la organización social es un dato insoslayable y la violencia directa, que se paga con sangre, un límite cada día más cercano.
La normalización de esta violencia verbal es, por otra parte, uno de los fenómenos más alarmantes de nuestros días. Aquí radica un riesgo profundo: la repetición de ataques verbales crea una atmósfera envenenada en la que este tipo de violencia es considerado no sólo aceptable, sino habitual. La convivencia pacífica se convierte, en este contexto, en un ideal tan distante como inalcanzable. Las relaciones interpersonales se ven afectadas y se desploman sobre el peso de la desconfianza que las disuelve.
A medida que se profundiza este ciclo tóxico, las consecuencias comienzan a asomarse en la salud mental de las personas. Vivir en un entorno donde el insulto es la norma, y el desacuerdo trae consigo la hostilidad como conducta, los niveles de estrés, ansiedad y depresión se exacerban uno a uno.
El lenguaje es el hogar de lo que somos y es en esta morada donde se produce el despertar de nuestra conciencia. Por lo tanto, si el lenguaje se convierte en un hogar hostil, afiebrado y rayano a la locura, la esencia misma de nuestra humanidad se ve comprometida.
El ámbito político, en particular, se torna un terreno aún más pantanoso. Los políticos que optan por la senda de la violencia verbal no sólo están cavando su propia tumba política, sino que están sembrando desconfianza en un electorado ya de por sí propenso por la estimulación de las redes a repetir pautas de conductas signadas por la agresividad sin límites. Este camino de hostilidad y polarización se alimenta de la rabia y el miedo, cerrando las puertas al diálogo fecundo que es esencial para abordar los problemas comunes. Al final del día, esta estrategia de “dividir para reinar”, de polarizar para conquistar y mantener el poder, no sólo es una ilusión de dominio efímero, sino un veneno que socava los cimientos de la democracia y torna imposible la construcción de acuerdos para alumbrar políticas de Estado y de largo aliento.
Más aún, el abuso de la violencia verbal plantea un obstáculo crítico para la libertad de expresión, ese principio fundamental que sostiene la estructura de una sociedad democrática.
En un entorno donde la teoría del miedo y la agresión prevalecen, las voces se acallan y los disensos son reprimidos, la democracia pierde su pluralidad, ese colorido tapiz de ideas que es la principal sustancia de un sistema de libertades auténticas. En un contexto así, la libertad de expresarnos se convierte en una espada de doble filo, donde el acto de manifestarse puede convertirse en un acto de suicidio social. Ejemplos abundan en la Argentina actual o en X, una de las cloacas con mayor poder para contaminar y deshumanizarnos con sus efluentes desaguando en el mundo concreto.
Es aterrador comparar el lenguaje de la nueva derecha con los discursos nazis previos a la segunda guerra mundial y al holocausto. Rápidamente se advierten sugestivas similitudes que se visibilizan -principalmente- a través de las formas del lenguaje de odio. “Ratas”, “mierdas”, “parásitos”, "gusanos" son formas comunes de llamar a los otros, a los que no piensan o no adscriben a las ideas que suplantan la política por el raquitismo del fanatismo ideológico y construyen desde allí su hegemonía.
Luego, con el silencio, se alimenta el circulo vicioso del temor, y así, estas formas dominan el discurso público. El miedo de ser vistos o señalados como “insectos” configura un escenario ideal para reescribir “La metamorfosis”, que el genial Franz Kafka escribió 18 años antes de la irrupción del nazismo y previendo lo que sucedería pocos años después de su muerte.
En consecuencia, la urgencia de replantear este ecosistema tóxico es más que evidente. Debemos cuestionar nuestras costumbres comunicacionales, atrevernos
a imaginar un futuro donde la palabra sea un puente y no un arma, un espacio donde el respeto y el entendimiento sean los pilares del diálogo. Este es un reto que nos convoca a todos pues sólo así podremos sanar las heridas y restaurar la dignidad en nuestras interacciones. La palabra, al final, no debe ser el arma que nos divide, sino un símbolo de paz que nos une. Y en un mundo que debe ser más humano, es imperativo que aprendamos, de una vez por todas, a utilizarla con la responsabilidad y el cuidado que la palabra merece.
Debemos volver a la palabra. Pero a la palabra llana, honesta y simple, otra vez como instrumento y condición para el pensamiento. La casi ausente y necesaria palabra que no daña, la que libera y civiliza, la que iguala y construye las bases para una sociedad más equitativa.
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